En invierno el olfato se vuelve más profundo. No solo cambia el aire que respiramos sino también cómo lo percibimos. El frío ralentiza el cuerpo, la piel se contrae, la respiración se vuelve más pausada. En ese ritmo más lento y hacia adentro los aromas no solo se sienten distinto sino que nos atraviesan de otra manera.
Mientras que en verano los olores son volátiles, brillantes y expansivos, en invierno buscamos fragancias que contengan, que abracen, que nos devuelvan al centro. Es como si el sistema nervioso pidiera refugio también a través de lo que huele. Los aromas no solo acompañan el clima sino que acompañan los estados internos. Se vuelven menos decorativos y más esenciales.
Los perfumes frescos, frutales o cítricos tienden a disiparse rápido. No es que desaparezcan pero duran menos y llegan con menos fuerza. En cambio los aromas más densos con maderas, especias suaves, notas tostadas o ahumadas tienen peso y sostén. Y no solo permanecen más tiempo sino que generan otra intimidad.
Hay algo en el invierno que afina el olfato. Lo vuelve más sincero y más receptivo. Menos interesado en lo que simplemente huele bien y más conectado con lo que calma, con lo que abriga, con lo que devuelve sensación de hogar. A veces una fragancia puede funcionar como un refugio invisible. Como una manta emocional que no se ve pero se siente.
El invierno también invita al ritual. Encender una vela con un aroma profundo. Rociar una bruma cálida sobre una manta o en el ambiente. Dejar que un perfume lento te acompañe todo el día. Hacer una pausa, cerrar los ojos y respirar. No hace falta más. Solo eso: habitar el cuerpo a través del olfato.
Los aromas de invierno no buscan impactar. Buscan acompañar. Ofrecen contención, memoria, resguardo. Nos recuerdan que también en la quietud en el frío y en el silencio hay belleza, profundidad y transformación.
Aprender a oler distinto en invierno es una forma de presencia, sensibilidad y conexión con lo invisible.